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De pandemias y de nuestra niñez: una historia que termina

La recordaba con bastante exactitud a pesar de haberla visto por primera y única vez hace 20 años al menos. Guardaba en la memoria la impresión que me causó su mensaje, su formato y su conmovedora historia de amor, más allá del tiempo y del espacio. Anoche volví a verla, una de las películas que más recomiendo para estos días: Doce monos (1995), dirigida por Terry Gilliam, miembro de los Monty Python, y protagonizada por Bruce Willis, Madeleine Stowe y Brad Pitt. La película narra un futuro postapocalíptico en el que las personas supervivientes de un virus letal viven bajo tierra. James Cole (Bruce Willis), el protagonista, es enviado una y otra vez al pasado para intentar, sin éxito, evitar la debacle: es incapaz de descifrar qué salió mal. Cole es candidato a viajar al pasado porque es bueno en recordar cosas. De hecho, todo gira en torno a una escena que se repite en su mente una y otra vez, una escena del año 1996 cuando una gran pandemia acaba con gran parte de la población mundial. Cole niño está en un aeropuerto, ve morir a un hombre y cruza su mirada con la de la mujer que lo sostiene en sus brazos.

La película es una versión extendida y libre de La Jetée (El muelle) (1962) dirigida por Chris Marker. Se trata de un cortometraje de apenas 27 minutos en el que un narrador cuenta la historia mientras se van sucediendo una serie de fotografías en blanco y negro. Una fotonovela tal y como la denominó el director. En ella un hombre se somete a un experimento para volver al pasado tras la destrucción ocasionada por una guerra atómica. El hombre recuerda el rostro de una mujer en el muelle del aeropuerto de Orly en París justo antes de la muerte de un hombre. En sus sucesivos viajes al pasado el hombre buscará a esta mujer para hacerse su compañero, quizá su amante, hasta volver a buscarla el día de su recuerdo en el muelle de Orly. Cuenta el narrador:

“Los domingos en Orly, los padres llevan a sus hijos a ver el despegue de los aviones. Ese domingo en particular el niño cuya historia vamos a contar estaba destinado a recordar la visión de un sol congelado, el paisaje del fondo del muelle y el rostro de una mujer. Nada distingue los recuerdos de los momentos corrientes. No se descubren hasta más tarde por sus cicatrices. Sobre ese rostro que tenía que ser la única imagen de paz para atravesar tiempos de guerra, se preguntaba si lo había visto realmente o si había creado un momento de ternura para sobrellevar el momento de locura que vendría después: el súbito ruido, el gesto de la mujer, la caída de un cuerpo y el griterío de la gente en el muelle, turbada por el miedo.”

Hoy ha muerto Luis Eduardo Aute. Una pérdida que, en mi imaginario íntimo y sentimental se sitúa al nivel de Cohen o Morente. Canciones como: La belleza, Anda, De alguna manera, De paso, Siento que te estoy perdiendo, Aleluya nº1. Duele pensar que no habrá más conciertos, aunque su música dure tanto como nuestra vida.

De entre sus canciones hoy recuerdo con especial intensidad “El niño que miraba el mar”, una de sus últimas canciones, que se conecta íntimamente con todo lo que vengo relatando. La canción es un viaje en el tiempo del autor para sentarse junto a su propio yo niño sentado en el malecón de Manila en el año 1945, una fotografía que tomó su padre y que 65 años después se enfrenta a otra imagen de Aute tomada por su hija en el malecón de La Habana. El niño otea “más allá del fin del mar”, los restos de los barcos tras un bombardeo durante la Segunda Guerra Mundial: “Aún resuena en su cabeza el bombardeo / De una guerra de dragones sin cuartel”.

“Nada distingue los recuerdos de los momentos corrientes. No se descubren hasta más tarde por sus cicatrices.”

Canta Aute en esta canción:

«Su mirada queda oculta pero veo

Lo que ven sus ojos porque yo soy él.

Y daría lo vivido

Por sentarme a su costado

Para verme en su futuro

Desde todo mi pasado

Y mirándole a los ojos

Preguntarle enmimismado

Si descubre a su verdugo

En mis ojos reflejado»

Me impresiona imaginar ese momento en que nuestro yo adulto se enfrentara a nuestro yo niño. Un viaje en el tiempo en el que que quizá constataramos que probablemente hemos matado al que fuimos. La cicatriz de un momento de la niñez que trasladaba a Aute a un diálogo imposible y profundamente cinematográfico, como demuestra el cortometraje que él mismo dibujó para acompañar a esta canción.

Aute finaliza la canción hablando quizá de la muerte: “Y sospecha que ese mar es un presagio / De que al otro lado espera otro dragón.”

Yo hoy lo imagino sentado en el Malecón de Cádiz, junto a ese niño que fue, contemplando los restos de esta otra pandemia en la que nos abandona a pesar de que «harto consuelo» nos deja su memoria.

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Esteban Romero Frías

Catedrático de la Universidad de Granada. Vicerrector de Innovación Social, Empleabilidad y Emprendimiento. Innovando desde MediaLab UGR. Transformando desde ReDigital.