París es un universo conformado de múltiples dimensiones. No sólo el espacio y el tiempo, sino la realidad y el deseo (recordando a Cernuda). Habrá más, pero estas me bastan para evocar los incontables lugares en los que uno se puede hallar en París, aún sin estar en París, aún sin haberla visitado nunca. París se camina en sueños, en ensoñaciones, en aventuras imaginadas de tiempos de la Belle Epoque, de la resistencia, del 68, de las barricadas, de finales del siglo XX con su imaginario aún por fijar. Pero París también son las calles sucias, el metro avejentado, la monotona belleza de las calles ancladas en los siglos pasados. Es el frío del invierno o la soledad de los sueños incumplidos. Es el spleen que apuntaba Baudelaire.
París en el espacio, en el tiempo, en la realidad, en el deseo, es un paseo. Un paseo como el que Modiano nos regala en En el café de la juventud perdida. Mi primera aproximación a un autor al que felizmente el Nobel lo ha rescatado para aquellos que no conocíamos su obra.
Modiano traza una geografía de París entre cafés de la orilla izquierda (Le Condé) y derecha (Le Canter) del Sena. De l’Odeon a Montmartre. De L’Étoile a République. Auteuil.
“Siempre he creído que hay lugares que son imanes y te atraen si pasas por las inmediaciones. Y eso de forma imperceptible, sin que te lo malicies siquiera. Basta con una calle en cuesta, con una acera al sol, o con una acera en sombra. O con un chaparrón. Y te llevan a ese lugar, al punto preciso en el que debías encallar. Me parece que Le Condé, por el sitio en que estaba, tenía ese poder magnético y que, si hiciéramos un cálculo de probabilidades, el resultado lo confirmaría: en un perímetro bastante amplio, era inevitable derivar hacia él.” (pp. 15-16)
Hay lugares que funcionan como imanes.
Puntos fijos.
“En ese fluir ininterrumpido de mujeres, de hombres, de niños y de perros, que pasan y acaban por desvanecerse calle adelante, nos gustaría quedarnos de vez en cuando con una cara. Sí, según Bowing, en el maelstrom de las grandes urbes era necesario hallar unos cuantos puntos fijos. Antes de irse al extranjero, me dio el cuaderno en que había llevado, día a día, durante tres años, el repertorio de los clientes de Le Condé.” (p. 16)
Zonas neutras.
“Me acordé del texto que estaba intentando escribir cuando conocí a Louki. Lo había llamado Las zonas neutras. Había en París zonas intermedias, tierras de nadie en donde estaba uno en las lindes de todo, en tránsito, o incluso en suspenso. Podía disfrutarse allí de cierta inmunidad. Habría podido llamarlas zonas francas, pero zonas neutras era más exacto.” (pp. 96-97)
Lugares descontextualizados. Fallos del sistema. Agujeros negros.
“Lo más curioso de aquella calle de Argentine -aunque ya tenía localizadas otras cuantas calles de París que se le parecían- era que no correspondía al distrito que pertenecía. No correspondía a nada, estaba desvinculada de todo. Con aquella capa de nieve, daba al vacío por los dos extremos. Tendría que encontrar la lista de las calles que no se limitan a ser zonas neutras, sino que son, en París, agujeros negros.” (p. 106)
Trayectorias.
“Supongo que Bowing dibujaba en planos grandes de París nuestros trayectos hasta Le Condé que el Capitán usaba para eso bolígrafos de distintos colores. A lo mejor quería saber si había alguna probabilidad de que nos cruzásemos unos con otros antes de llegar a la meta.” (p. 17)
Trayectorias en lo físico. Vínculos en lo sentimental.
“ -Uno intenta crearse vínculos, ya me entiende…
Sí, claro que lo entendía. En esa vida que, a veces, nos parece como un gran solar sin postes indicadores, en medio de todas las líneas de fuga y de los horizontes perdidos, nos gustaría dar con puntos de referencia, hacer algo así como un catastro para no tener ya esa impresión de navegar a la aventura. Y entonces creamos vínculos, intentamos que sean más estables los encuentros azarosos.” (pp. 43-44)
Todo siguiendo los pasos de Louki, la joven a quien todos persiguen, misteriosa.
“Todavía estaba oyendo a De Vere decir, hablando de Louki: “Sigo sin entender por qué… Cuando de verdad queremos a una persona, hay que aceptar la parte de misterio que hay en ella…”.” (p. 122)
La novela se narra a través de varias voces: un joven que frecuenta el café Le Condé, un investigador privado, la propia Louki y Roland. Una pluralidad de voces con un mismo objeto, la búsqueda, la búsqueda de ella, la juventud quizás, cuando todo es posible, cuando la melancolía por momentos ya no existe.
Lo soñado ocupa el tiempo de la juventud, ese lugar del que es imposible regresar.
“A mí nunca me ha parecido el otoño una estación triste. Las hojas secas y los días cada vez más cortos nunca me han hecho pensar en algo que se acaba, sino más bien en una espera de porvenir. Hay electricidad en el aire de París en los atardeceres de octubre, a la hora en que va cayendo la noche. Incluso cuando llueve. No me entra melancolía a esa hora, ni tengo la sensación de que el tiempo huye. Sino de que todo es posible.” (pp. 20-21)
Toda la novela es un hermoso refugio, una librería donde encontrar algo que nos haga felices.
“Sí, aquella librería no fue sólo un refugio, sino, además, una etapa de mi vida. Muchas veces me quedaba hasta la hora de cerrar. Había un asiento junto a las estanterías o, más bien, una escalerilla de cierta altura. Me sentaba en ella para hojear los libros y los álbumes ilustrados. Me preguntaba si el dueño era consciente de mi presencia. Al cabo de unos días, sin dejar la lectura me decía una frase, siempre la misma: ¿Qué? ¿Encuentra algo que la haga feliz?”. (pp. 82-83)
En este viaje de lugares y tiempos, es el regreso, el eterno regreso lo más ansiado, el tesoro que escapa de nuestras manos.
“La semana pasada no pasé por allí de noche, sino a media tarde. No había vuelto desde que la recorríamos juntos o iba a reunirme contigo al hotel. Por un momento, tuve la ilusión de que, pasado el cementerio, te encontraría. Estaríamos en el Eterno Retorno. El mismo ademán de entonces para coger, en recepción, la llave de tu cuarto. La misma escalera empinada. La misma puerta blanca con su número: 11. La misma espera. Y, luego, los mismos labios, el mismo perfume, la misma melena que se suelta y cae en cascada.” (p. 122)
“Y allí, puedo decirlo ahora que no tengo nada que perder, fue la única vez en mi vida que noté lo que era el Eterno Retorno. Hasta aquel momento, me esforzaba en leer obras sobre ese tema, con la buena voluntad del autodidacta. Fue inmediatamente antes de bajar las escaleras de la estación de metro Église-Auteuil ¿Por qué en aquel sitio? No lo sé y da lo mismo. Me quedé un momento inmóvil y le apreté el brazo. Estábamos allí, juntos, en la misma plaza, desde toda la eternidad, y aquel paseo por Auteuil ya lo habíamos dado en miles y miles de vidas anteriores. No me hacía falta mirar el reloj. Sabía que era mediodía.” (pp. 128-129)
Louki tan frágil como poderosa camina al borde del precipicio de su irremediable tristeza. Al final de la escapada.
“Allá arriba, la calle acababa en pleno cielo, como si condujese al borde de un precipicio. Caminaba con esa sensación de liviandad que, a veces, sentimos en sueños. Ya no le tenemos miedo a nada, todos los peligros son irrisorios. Si las cosas se ponen feas de verdad, basta con despertarse. Somos invencibles. Caminaba, impaciente por llegar al final, allá donde no había más que el azul del cielo y el vacío. ¿Qué palabra podría pasar mi estado de ánimo? Sólo puedo recurrir a un vocabulario muy pobre. ¿Embriaguez? ¿Éxtasis? ¿Embeleso? En cualquier caso, la calle me resultaba familiar. Me parecía que ya lo había recorrido anteriormente. No tardaría en llegar al filo del precipicio y me arrojaría al vacío.” (p. 84)
En el café de la juventud perdida es un paseo por la vida, un paseo por París. Tanto el que no ha ido nunca como quien ha paseado sus calles hasta la extenuación sienten que París es una trampa, es la alegría y la tristeza de que todo lo anhelado, tanto alcanzado como no, permanece inasible.
“Prefiero ir a pie, Campos Elíseos arriba, un atardecer de primavera. La verdad es que ahora ya no existen los Campos Elíseos, pero, de noche, todavía pueden dar el pego. A lo mejor oigo tu voz que me llama por mi nombre en los Campos Elíseos… El día en que vendiste el abrigo de pieles y la esmeralda cabujón me quedaban alrededor de dos mil francos del dinero de Béraud-Bedoin. Éramos ricos. El futuro era nuestro. Aquella tarde tuviste el detalle de ir a reunirte conmigo en el barrio de L’Étoile. Era verano, el mismo verano en que nos encontramos en los muelles con Calavera y os vi a las dos acercaros. Fuimos al restaurante que está en la esquina de la calle de François-Ier con la de Marbeuf. Habían sacado mesas a la acera. Aún era de día. Ya no había tráfico y se oían el susurro de las voces y el ruido de los pasos. A eso de las diez, cuando íbamos Campos Elíseos abajo, me pregunté si alguna vez iba a hacerse de noche y si no iría a ser esta una noche blanca, como las de Rusia y los países nórdicos. Íbamos sin meta, teníamos toda la noche por delante. Aún quedaban manchas de sol bajo los soportales de la calle de Rivoli. Estaba empezando el verano; pronto nos iríamos. ¿Adónde? Aún no lo sabíamos. Quizá a Mallorca; o a México. Quizá a Londres o a Roma. Los lugares no tenían ya importancia alguna. Se confundían unos con otros. La única meta de nuestro viaje era ir AL CORAZÓN DEL VERANO, a ese sitio en que el tiempo se detiene y las agujas del reloj marcan para siempre la misma hora: mediodía.“ (pp. 109-110)