Dos semanas de confinamiento han servido para comprobar cómo nuestra sólida cotidianidad se ha disuelto en el aire. Siempre estamos expuestos a tragedias individuales o colectivas, sin embargo la conmoción y perplejidad de estos días es el drama compartido por al menos un tercio de la población mundial que se halla confinada en sus viviendas o sufriendo la enfermedad en sus casas o en los hospitales. De un día para otro, más allá de nuestra particular forma de socializar y vivir hacia fuera, hemos asumido de forma admirable un cambio de comportamiento que hace apenas un mes nos habría resultado impensable.
Ante la crisis global más importante de la que tenemos memoria, cabe preguntarse si esto era evitable o si la respuesta institucional podría haber sido otra. Me temo que solo si estuviéramos capacitados para cambiar el pasado podríamos dar una respuesta relativamente satisfactoria a esta crisis. Los sistemas sanitarios, los gobiernos, no están preparados para abordar pandemias; ya que son acontecimientos tan singulares y tan disruptivos, que el mero hecho de vivir preparados para ellos generaría un fuerte rechazo social, el rechazo de vivir en la excepcionalidad. Esa excepcionalidad, tan familiar por tantas películas, series y libros que consumimos desde nuestros sillones, se ha hecho realidad ante nuestra incredulidad.
Estos días escucho con desazón críticas furibundas contra los responsables institucionales que desde distintas administraciones, desde la europea hasta la local, abominan de los políticos que están al frente de la crisis y, en algunos casos, de los políticos y de la política misma frente a una ciudadanía concebida como la verdadera y única salvadora desde una mística heroica. Existe una pulsión en todos nosotros de culpar al gestor por su supuesta inacción e incompetencia, por su incapacidad para adoptar aquellas decisiones tan obvias que cualquiera “con sentido común” podría haber tomado. Algunos incluso aprovechan para achacar al gobernante instintos criminales contra su propio pueblo. ¿Qué pensar ante esto?
La escala global de esta crisis nos ofrece una oportunidad única para analizar los comportamientos y las decisiones políticas en relación con el resto de países: qué fortaleza tienen sus instituciones, qué decisiones toman sus gobernantes, cómo reacciona su ciudadanía. Basta lanzar una mirada en Twitter a otros idiomas y latitudes para comprobar, oh sorpresa, que no estamos tan solos a la hora de manifestar las críticas, de expresar las emociones, de indignarnos con la íntima satisfacción de que nuestros gobernantes no pueden ser más chapuceros frente a la pericia de la oposición o frente a la excelencia ciudadana. “¡Dios qué buen vasallo si hubiera buen señor!”
Hagamos un breve repaso internacional. China, ahora tan elogiada por haber sabido contener al virus, estuvo negando las evidencias durante mes y medio, habiendo provocado probablemente que la epidemia se extendiera a muchos otros lugares. El propio médico que alertó del coronavirus, tras ser represaliado por el gobierno por alentar “rumores”, murió en febrero víctima de la enfermedad. En Italia, a pesar de las medidas de confinamiento, el equipo de médicos chinos que ayudó a contener la epidemia en Wuhan alertaba de su falta de rigor.
Francia celebró la primera vuelta de las elecciones municipales cuando España ya estaba en estado de alarma. Ahora el país está en confinamiento y algunas ciudades como Niza con toque de queda. Francia, un país más rico, sufre desabastecimiento de mascarillas, ha enviado partidas enmohecidas, o ha evacuado enfermos a UCIs en Alemania por no poder atenderlos. Líderes de izquierda y derecha, Melenchon y Le Pen, han arremetido contra Macron acusándole de hacer discursos vacíos, de no disponer de existencias nacionales suficientes o de haber deslocalizado la producción a China. En Twitter lo han tachado de criminal.
Reino Unido, con Johnson a la cabeza, planteó en un principio un contagio controlado para inmunizar a la población rápidamente a pesar de reconocer el coste en vidas que esto supondría. En apenas dos semanas ha decretado el confinamiento y él mismo ha resultado contagiado por el virus. Se le critica por su laxitud en obligar el distanciamiento social así como por su incapacidad para suministrar material sanitario. Un ejemplo grotesco que habría hecho las delicias de algunos en España: una empresa dedicada a disfraces médicos con fines fetichistas ha tenido que donar todo su stock a un hospital tras recibir una petición desesperada por la falta de suministros.
¿Y en Estados Unidos, la superpotencia? Su presidente, después de banalizar la emergencia, solo piensa en levantar las restricciones tras las tres semanas decretadas ante el temor de colapsar la economía. Mientras algunas grandes ciudades están en confinamiento. Hillary Clinton denunciaba en Twitter que enfermeras del prestigioso hospital Monte Sinaí en Nueva York tienen que hacerse EPIs con bolsas de basura. Otras personas empiezan a morir sin recibir atención al carecer de seguros médicos. En apenas unos días se ha convertido en el nuevo epicentro de la pandemia según la OMS.
España fue el segundo país europeo tras Italia donde el virus llegó con más virulencia, con un gran número de contagios desde finales de febrero, alimentados probablemente por nuestra vida social y el buen tiempo en aquellas fechas. Cuando se contabilizaban unos 3.000 contagios se adoptó el estado de alarma con fuertes medidas de restricción de la libertad. El resto de países más afectados de nuestro entorno adoptaron medidas similares cuando los casos superaban los 6.000. Este fin de semana el gobierno ha decretado el cese de toda actividad no esencial en España, recibiendo las críticas tanto de partidos que lo reclamaban hace días como de la patronal que advierte de las consecuencias de hacerlo. Sin embargo, unos y otros emplearán calificativos similares, “tarde, mal, improvisado”, aunque se critique por razones contrarias. Ahora sabemos sin duda que el confinamiento se debió haber decretado antes, que la vida social se debía haber paralizado desde mediados de febrero. Sin embargo, me pregunto si sinceramente estábamos dispuestos en esa fecha a aceptar estas medidas cuando todos criticábamos el alarmismo en torno al virus y la cancelación del Mobile en Barcelona. Hagamos el esfuerzo por recordar dónde estábamos entonces, a quién visitamos, a dónde viajamos, a qué eventos asistimos. Hace un mes la suerte estaba echada, como lo estaba semanas después en países como los indicados anteriormente y dónde también fueron incapaces de confinar a la población preventivamente. ¿Hubiéramos aceptado hace un mes parar nuestras vidas y nuestra economía ante una amenaza improbable, una amenaza que quizá pasaría sin mayores consecuencias como ocurrió con la gripe A en 2009?
Hagamos memoria. En 2010 la prensa en España tildaba de “desastre económico” la compra de vacunas contra la gripe A por importe de más de 250 millones de euros. En Francia la ministra de sanidad Roselyne Bachelot gastó 1.500 millones de euros en vacunas y material, dando lugar a una gran controversia política y social, que la obligó a abandonar su cartera ministerial. Hace solo unos días Le Monde titulaba “la ministra que tuvo razón demasiado pronto”. A posteriori todos somos expertos en cómo deberíamos haber actuado.
Nada de esto me conduce al consuelo o a la complacencia. El dolor es inmenso. Hay que criticar constructivamente, sumar y evaluar los errores cometidos una vez salgamos de la fase crítica, evitando hacerlo con la insufrible vacuidad del que solo piensa en modo meme o zasca. Creo que debemos reflexionar sobre la dimensión del desafío y la complejidad de hacerle frente. Países supuestamente más avanzados, más ricos y com más recursos que el nuestro sufren similares carencias. Países que además emplean criterios más laxos en la contabilización de los contagios y las muertes dificultando las comparaciones cuantitativas. Ha habido una falta de previsión global y errores importantes fruto tanto en España y como en tantos otros países. Y aún debemos esperar a qué pueda ocurrir en África y Latinoamérica, ¿estaremos a la altura de la solidaridad que ahora demandamos cuando pase lo peor aquí y se incendie la epidemia en otros lugares?
Ahora estamos en pleno viaje por la montaña rusa del coronavirus. Nosotros y medio mundo. Nuestro error es pensar que el dinero lo puede todo en un mercado salvaje de productos escasos donde compiten operadores más poderosos. Nuestro error es creer que podemos salir victoriosos sin heridas; valgan de ejemplo los tests defectuosos encargados por el Ministerio de Sanidad o los dos aviones que la Comunidad de Madrid anunció hace una semana que llegarían desde China y de los que aún se desconoce su paradero.
Preguntémonos si todos los fondos que ahora reclamamos sin límites para adquirir lo necesario para mitigar la crisis estaban en nuestra lista de prioridades para fortalecer el sistema sanitario, el sistema de dependencia, la atención a nuestros mayores. La crisis de 2008 dejó muchos servicios públicos heridos. Nuestro sistema sanitario es de los mejores del mundo por su eficiencia a pesar de los bajos salarios y de la escasa inversión. Nuestra investigación se ha visto erosionada tras años de falta de inversión en convocatorias de proyectos y en diseñar carreras profesionales atractivas. Nuestros sistemas de gobernanza internacional han perdido fortaleza y capacidad de reacción ante un auge progresivo del nacionalismo populista. Profesiones vinculadas a servicios básicos como los logísticos, la limpieza, los cuidados, han sufrido empobrecimiento y falta de reconocimiento social.
Para llegar preparados a estos retos imprevistos, debemos entrenar durante tiempo lo que podríamos denominar la inteligencia de las instituciones, que no es más que la capacidad institucional de responder a retos por encima de aquellas personas que en determinados momentos puedan liderarlas. Salvo errores manifiestos cometidos por irresponsabilidad política, la institución debe ser capaz de responder en estos momentos decisivos. Y en gran medida, ahora mismo lo está haciendo. Frente a al interminable coro de aquellos que ya lo sabían, de los recién descubiertos expertos en pandemias, de los hacedores de memes y zascas, pongamos el conocimiento de los expertos y la inteligencia del colectivo para desde la humildad que hoy todos nos debemos, sacar adelante esta situación.
La inteligencia institucional se entrena mejorando la agilidad de los procesos, la capacidad de respuesta, dotando de responsabilidad y reconocimiento al experto, haciéndola permeable al conocimiento distribuido socialmente, dotando de recursos tanto materiales como humanos. Ese es nuestro sostén y eso no se consigue ni en un par de semanas ni en unos meses. Requiere la persistencia en lo público, una vez pase el tiempo de resistir. ¿Lo olvidaremos?