Hay dos peces jóvenes nadando y se encuentran con un pez más viejo que viene en sentido contrario y que les saluda con la cabeza y dice “Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?” Los dos peces jóvenes nadan un poco más y entonces uno de ellos se vuelve hacia el otro y dice “¿Qué diablos es el agua?”.
Así comenzaba el célebre escritor David Foster Wallace el discurso de graduación que pronunció en el Kenyon College en 2005. El discurso recurría a esta fábula como forma de reivindicar una vida crítica frente al día a día, en ocasiones alienante, que nos ofrece la vida adulta. Un día a día lleno de automatismos, de prejuicios que nos hacen inmunes a la complejas realidades de nuestro entorno.
Ciertamente la escena de esos dos peces inconscientes del medio en que viven, en que respiran, nos sorprende pero nos devuelve con ferocidad una imagen terrible de nuestra propia existencia y de nuestra relación con el medio natural que nos soporta (en un sentido doble). Si en vez de peces ponemos a seres humanos y preguntamos por el aire, la respuesta sería probablemente más descorazonadora “¿y qué diablos nos importa?”.
El aire no pesa, no se ve, no se siente la mayor parte de las veces. El aire es invisible porque somos nosotros, porque como nuestro propio cuerpo, solo se nos hace consciente cuando duele, cuando molesta, cuando ya no permite hacer lo que hacíamos con él. Las teorías de la justicia social, encabezadas por Rawls, se preocupan de la estructura básica de la sociedad, sobre las condiciones que permiten el que esta estructura sea equitativa para todos. Fraser (2012) manifiesta que solo experimentamos lo que es justicia cuando sufrimos una injusticia: “La justicia nunca se experimenta directamente”. Al igual que ocurre con la justicia, solo cuando nos falta el aire, cuando nos enferma, cuando nos contagia, somos conscientes de qué es el aire y su valor. Su naturaleza de bien común hace que si aparece en las condiciones estructurantes de la justicia solo sea de forma vaga y difusa. ¿Cómo podemos incorporarlo dentro de esa estructura básica de nuestra sociedad?
El aire, en tanto que bien común, queda fuera de muchos de los marcos que nuestro mundo de raíces liberal nos impone. El aire no tiene propiedad, es de todos y de nadie. A pesar de ello ya hay inquietantes noticias en contra en relación con bienes de naturaleza similar, por ejemplo, en relación al agua, que recientemente ha entrado a cotizar en la Bolsa de New York. ¿Quién sabe si veremos el aire ahí algún día? Bien es cierto que el agua hay que tratarla, transportarla, y que el aire lo completa todo, sin intermediario necesario. Sin embargo, si seguimos contaminándolo, es probable que se convierta en un objeto de mercado, en un espacio para el negocio. ¿Será entonces cuando le demos valor?
¿Cómo evitar este aciago futuro? ¿Cómo ver lo que no se ve? ¿cómo mirar lo invisible? ¿Cómo hacer “ser” lo que se esfuma como el aire, porque es aire?
Ontologizar el aire pasa por su visualización, así muchos proyectos intentan que seamos conscientes de su valor mostrándonos lo que no vemos (Visualising Air Pollution, Smart Citizen).
Es preciso contar con datos, captar una realidad en múltiples puntos y conectarla, como si de un ejercicio de puntillismo se tratara. Es por ello que otros proyectos nos hablan de sensores, tanto máquinas (Project air view) como seres vivos (Vigilantes del cierzo).
Los datos alimentan la racionalidad de abordar urgentemente el problema, pero es en último término su visualización la que permite tocar nuestra conciencia. De ahí que también artistas hayan generado propuestas con este propósito (CO2GLE).
Sin embargo cómo poder dar sentido a la contaminación y hacerla sensible al mismo tiempo a nuestros cuerpos, cómo hacer que la visualización de datos se convierta en una experiencia corporal. Eso es lo que Nerea Calvillo experimenta en la Bienal de Arquitectura y Urbanismo de Seúl en 2017, a través de una instalación denominada “Yellow Dust DIY Sensing Infrastructure” que genera una niebla amarilla cuya intensidad varía en función de la concentración de PM2.5, el principal agente contaminante en dicha ciudad.
Se trata de una forma de explorar nueva formas de hacer los datos sensibles a las personas, innovando en el modo de implicar a la ciudadanía en este problema (Calvillo y Garnett, 2019). Su enfoque no apela a una experiencia individual, sino colectiva, generando un conocimiento compartido de una situación de la que tenemos datos y conocimiento pero no una experiencia material directa salvo cuando ya sufrimos algún tipo de enfermedad. Es lo que Shapiro (2015) denomina “conocimiento corporal”, que hace referencia, en palabras de Tironi (2014: 175), a “los múltiples modos en los que el trabajo somático que realizan los químicamente afectados está imbricado con la aprehensión tanto sensual como epistemológica que hacen sus propios cuerpos”.
Todas las problemáticas vinculadas con el aire tienen varios elementos en común, como también corrobora Tironi (2014). En primer lugar, ponen en común entidades humanas y no humanas, en un tipo de relación red de referencias latourianas, y coinciden en vincular la toma de conciencia con la subjetivación de la contaminación, con la protección de lo que queremos, con una ética del cuidado. Esto se observa cuando cuando Choy (2012) expone las somatizaciones de la contaminación atmosférica de Hong Kong (en forma de jaquecas, tos, resfriados, etc.); o cuando Tironi (2014: 176) describe las acciones de cuidados que realizan las personas en la contaminada zona de Puchuncaví en Chile: “La contaminación se despliega para Margarita en una dimensión afectiva de cuerpos que sufren. Pero esta afectación cobra plena espesura ética y ontológica sólo al intervenir en el plano de la convivencia y el cariño —en el caso de Margarita, cariño entre ella y sus plantas. Es al convertirse en asuntos de cuidado que la atmósfera de Margarita —todos los elementos que la envuelven y presionan, incluyendo químicos, árboles y afectos— coagula y se activa.”
Es probable que de la capacidad de concienciación y de educación que tengamos al realizar esta operación dependa el futuro de este bien común, particularmente en las ciudades, donde se concentra gran parte de la población mundial. Contamos ahora además con importantes oportunidades para ello. Por un lado, todo lo referente al aire nos envuelve y es invisible, pero al mismo tiempo forma parte de un imaginario colectivo de gran potencia, por ejemplo, cuando hablamos de la atmósfera, no solo nos referimos a atmósferas bioquímicas, sino también aludimos a entes afectivos, emocionales y corporales en las que desarrollamos nuestra vida social. Anderson (2009) habla de “atmósferas afectivas” en tanto que un elemento que se emplea de forma intercambiable “como sinónimo de humor, sensación, ambiente, tono y otras formas de nombrar afectos colectivos”.
La propia pandemia con las restricciones sociales que afectan fundamentalmente a nuestra relación con los demás a través del aire, como elemento que ocupa nuestra separación física, como elemento que posibilita un posible contagio, nos ofrece oportunidades de subrayar su existencia, su importancia, su cuidado. Es el propio aire, la propia naturaleza, los que durante los meses de encierro han visto cómo sus condiciones se regeneraban. Soy en todo caso pesimista sobre nuestras capacidades para aprovechar esta oportunidad una vez la pandemia pase y el aire que nos une y nos separa vuelva a hacerse invisible. Quizá más que nunca sean necesarias epistemologías alternativas (García Dauder & Romero Bachiller, 2018), enfoques radicalmente ciudadanos de hacer ciencia que no conviertan a las personas en simples receptores de información sino en coproductores responsables y sensibilizados de la misma, en ciudadanos-investigadores-activistas, dispuestos a apropiarse un conocimiento, que existiendo desde la ciencia para muchos no es más que pura ignorancia.
Debemos pensar críticamente sobre los bienes comunes, ser conscientes de ellos y darles valor. El aire es un claro ejemplo. Glosando el discurso de Wallace, debemos repetirnos una y otra vez:
“Esto es aire.
Esto es aire.”
Sin duda es inimaginablemente difícil hacerlo, estar alerta y vivo en el día a día del mundo adulto exterior. Es un esfuerzo constante y diario ser uno con el mundo y preservarnos conjuntamente. Ser naturaleza, ser radicalmente humanos.
Referencias
Anderson, B. (2009). Affective atmospheres. Emotion, space and society, 2(2), 77-81.
Choy, T. (2011). Ecologies of comparison: An ethnography of endangerment in Hong Kong. Duke University Press.
Calvillo, N., & Garnett, E. (2019). Data intimacies: Building infrastructures for intensified embodied encounters with air pollution. The Sociological Review, 67(2), 340-356.
Fraser, N. (2012). Sobre la Justicia. Lecciones de Platón, Rawls e Ishaguro. New Left Review, 74.
García Dauder, S., & Romero Bachiller, C. (2018). De epistemologías de la ignorancia a epistemologías de la resistencia: correctores epistémicos desde el conocimiento activista. Discusiones sobre investigación y epistemología de género en la ciencia y la tecnología, 145.
Shapiro, N. (2015). Attuning to the chemosphere: Domestic formaldehyde, bodily reasoning, and the chemical sublime. Cultural Anthropology, 30(3), 368-393.
Tironi, M. (2014). Hacia una política atmosférica: Químicos, afectos y cuidado en Puchuncaví. Revista Pléyade, 14, 165-189.
Fotografía por Jason Hudson.