Desde que se inició mi vinculación con México he procurado acercarme a su cultura y particularmente a su literatura como forma de conocer mejor este vasto y complejo país. Desde mi años de filología hispánica en la Universidad de Granada, hace ya 15, recuerdo haber escuchado hablar de las nuevas generaciones de autores latinoamericanos. Entre ellos siempre recordé el nombre de Jorge
La obra está narrada en primera persona por un periodista de prensa amarillista, Agustín Oropeza, que cubre el macabro asesinato de dos hombres en un oscuro motel. Dos hombres que resultan ser el Ministro de Justicia y un antiguo compañero de escuela. Pronto diversas coincidencias hacen que el periodista se lance a la búsqueda de una verdad que resulta muy distinta a la que el gobierno vende a través de los medios. Un supuesto grupo terrorista, el FPLN (trasunto del EZLN), es acusado de este asesinato así como de prácticamente cualquier crimen que se cometa y que puede ser utilizado con fines políticos. La novela, por un lado, revela la utilización política del crimen en México (aún no entrando explícitamente en el tema del narcotráfico), y las luchas por alcanzar el poder, y, por otro, explora los oscuros recovecos de un triángulo amoroso en el que la obsesión y la venganza disparan toda la trama.
A pesar de que toda la novela está escrita en primera persona, la lectura es intensa, voraz. Dejo un par de pasajes que me han gustado especialmente.
Sobre la noche y el día, la luz y la oscuridad, una dicotomía muy presente en la novela.
La noche es un sitio fuera del sueño: las noches de los despiertos albergan seres que, apenas por casualidad, habitan los mismos cuerpos que tienen durante el día, pero lo cierto es que son a un tiempo otros y los mismos, reconstruidos bajo el influjo de las estrellas. Por eso se inventó el sueño: para quienes se rehusan a asumir su naturaleza noctívaga, para los medrosos que prefieren la comodidad de la inconsciencia. En cambio aquellos que prefieren velar mientras las tinieblas se ciernen sobre la tierra -una raza especial, alterna- asumen las mutaciones que la noche produce en sus caracteres y sus sombras, y reconocen que ahí, en la infinita muerte del sol, también hay vida. (pp. 74-75)
Sobre la Ciudad de México.
La ciudad es dos ciudades: una para aquellos que trabajan y estudian y se divierten, y luego regresan a sus hogares, lo más rápido posible, en cuanto atardece, y otra para los pocos que se atreven a confrontar las tinieblas, apiñados en antros y efímeros, la ciudad de los vagos, los bebedores y los ladrones, encerrados también en sus cuevas, y cuyos rostros se encuentran de vez en cuando bajo la bruma del amanecer. Una, la ciudad del progreso, del movimiento, de las aglomeraciones, de la democracia; otra, en cambio, la ciudad de la desolación, de las escapadas rápidas, del vacío. (p. 101)
Finalmente, el mensaje político de La paz de los sepulcros es claro. Por un lado una inevitable sospecha (certeza) de que todos nos mienten. Por otro este consejo que el padre del periodista le da a su hijo:
Y te voy a decir una cosa, una sola: a lo largo de todos estos años, de tantos y tantos puestos, de ver subir y bajar a la gente, solo he descubierto una ley infalible que no admite excepciones. Te la voy a decir y espero que te sirva -gozaba con su tono admonitor y grandilocuente, como si al fin tuviera la oportunidad de darme algo valioso-: En política siempre ganan los malos. Siempre. Así que ándate con cuidado. (p. 110)