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Carl Sagan: ciencia, vida y aprendizaje

El año pasado descubrí una aplicación maravillosa para el iPad. Se trataba de NYPL Biblion: World’s Fair desarrollada por la New York Public Library. En ella se presentaban documentos e imágenes de la feria mundial que se celebró en Nueva York en el año 1939. Los ciudadanos se asombraban por la tecnología que iba a revolucionar el mundo en que vivíamos. Un mundo optimista que se asomaba al abismo de la Segunda Guerra Mundial.

Este verano la obra El mundo y sus demonios de Carl Sagan volví a encontrarme con esa magnífica feria que inspiró a tanta gente a finales de los años 40. Sagan en el prólogo del libro rememora los orígenes de su vocación científica. Su memoria se remonta al año 1939, cuando contaba con 5 años y sus padres lo llevaron a visitar esta feria de las maravillas.

feria
Dejo unos fragmentos de su libro. Son reveladores del pensamiento de uno de los mayores divulgadores de la ciencia del siglo XX. Utilizaremos su figura para iniciar la 13ª reunión del GrinUGR.

Primeros años de aprendizaje

También en 1939 mis padres me llevaron a la Feria Mundial de Nueva York. Allí se me ofreció la visión de un mundo perfecto que la ciencia y la alta tecnología habían hecho posible. Habían enterrado una cápsula llena de artefactos de nuestra época, para beneficio de la gente de un futuro lejano… que, asombrosamente, quizá no supiera mucho de la gente de 1939. El «mundo del mañana» sería impecable, limpio racionalizado y, por lo que yo podía ver, sin rastro de gente pobre.

«Vea el sonido», ordenaba de un modo desconcertante un cartel. Y, desde luego, cuando el pequeño martillo golpeaba el diapasón aparecía una bella onda sinusoide en la pantalla del osciloscopio. «Escuche la luz» exhortaba otro cartel. Y, cuando el flash, iluminó la fotocélula, pude escuchar algo parecido a las interferencias de nuestra radio Motorola cuando el dial no daba con la emisora. Sencillamente, el mundo encerraba una serie de maravillas que nunca me había imaginado. ¿Cómo podía convertirse un tono en una imagen y la luz en un ruido?

Mis padres no eran científicos. No sabían casi nada de ciencia. Pero, al introducirme simultáneamente en el escepticismo y lo asombroso, me enseñaron los dos modos de pensamiento difícilmente compaginables que son la base del método científico. Su situación económica no superaba en mucho el nivel de pobreza. Pero cuando anuncié que quería ser astrónomo recibí un apoyo incondicional, a pesar de que ellos (como yo) sólo tenían una idea rudimentaria de lo que hace un astrónomo. Nunca me sugirieron que a lo mejor sería más oportuno que me hiciera médico o abogado.

Me encantaría poder decir que en la escuela elemental, superior o universitaria tuve profesores de ciencias que me inspiraron. Pero, por mucho que buceo en mi memoria, no encuentro ninguno. Se trataba de una pura memorización de la tabla periódica de los elementos, palancas y planos inclinados, la fotosíntesis de las plantas y la diferencia entre la antracita y el carbón bituminoso. Pero no había ninguna elevada sensación de maravilla, ninguna indicación de una perspectiva evolutiva, nada sobre ideas erróneas que todo el mundo había creído ciertas en otra época. Se suponía que en los cursos de laboratorio del instituto debíamos encontrar una respuesta. Si no era así, nos suspendían. No se nos animaba a profundizar en nuestros propios intereses, ideas o errores conceptuales. Al final del libro de texto había material que parecía interesante, pero el año escolar siempre terminaba antes de llegar a dicho final. Era posible ver maravillosos libro de astronomía, por ejemplo, en las biblioteca, pero no en la clase. Se nos enseñaba la división larga como si se tratara de una serie de recetas de un libro de cocina, sin ninguna explicación, sin ninguna explicación de como esta secuencia de divisiones cortas, multiplicaciones o restas daba la respuesta correcta. En el instituto se nos enseñaba con reverencia la extracción de raíces cuadradas, como si se tratará de un método entregado tiempo atrás en el Monte Sinaí. Nuestro trabajo consistía meramente en recordar lo que se nos había ordenado: consigue la respuesta correcta, no importa que entiendas lo que haces. En segundo curso tuve un profesor de álgebra muy capacitado que me permitió aprender muchas matemáticas, pero era un matón que disfrutaba haciendo llorar a las chicas. En todos aquellos años de escuela mantuve mi interés por la ciencia leyendo libros y revistas sobre realidad y ficción científica. (pp. 13-14)

Siempre me he sentido agradecido a mis mentores de la década de 1950 y he hecho todo lo posible para que todos ellos conocieran mi aprecio. Pero cuando echo la vista atrás me parece que lo más esencial no lo aprendí de mis maestros de escuela, ni siquiera de mis profesores de universidad, sino de mis padres, que no sabían nada en absoluto de ciencia, en aquel año tan lejano de 1939. (p. 15)

Ciencia y método

Si nos limitamos a mostrar los descubrimientos y productos de la ciencia -no importa lo útiles y hasta inspiradores que puedan ser- sin comunicar su método crítico ¿cómo puede distinguir el ciudadano medio entre ciencia y pseudociencia? (p. 39)

Para encontrar una brizna de verdad ocasional flotando en un gran océano de confusión y engaño se necesita atención, dedicación y valentía. (p. 57)

Ciencia y espiritualidad

En su encuentro con la naturaleza, la ciencia provoca invariablemente reverencia y admiración. El mero hecho de entender algo es una celebración de la unión, de la mezcla, aunque sea a escala muy modesta, con la magnificencia del cosmos. Y la construcción acumulativa de conocimiento en todo el mundo a lo largo del tiempo convierte a la ciencia en algo que no está muy lejos de un metapensamiento transnacional, transgeneracional. (p. 45)

«Espíritu» viene de la palabra latina «respirar». Lo que respiramos es aire, que es realmente materia, por sutil que sea. A pesar del uso en sentido contrario, la palabra «espiritual» no implica necesariamente que hablemos de algo distinto de la materia (incluyendo de la materia de la que está hecho el cerebro), o de algo ajeno al reino de la ciencia. En ocasiones usaré la palabra con toda libertad. La ciencia no sólo es compatible con la espiritualidad sino que es una fuente de espiritualidad profunda. Cuando reconocemos nuestro lugar en una inmensidad de años luz y en el paso de las eras, cuando captamos la complicación, belleza y sutileza de la vida, la elevación de este sentimiento, la sensación combinada de regocijo y humildad, es sin duda espiritual. Así son nuestras emociones en presencia del gran arte, la música o la literatura, o ante los actos de altruísmo y valentía ejemplar como los de Mohandas Gandhi o Martin Luther King, Jr. La idea de que la ciencia y la espiritualidad se excluyen mutuamente de algún modo presta un flaco favor a ambas. (p. 48)

Ciencia y progreso social y económico

A pesar de las abundantes oportunidades de mal uso, la ciencia puede ser el camino dorado para que las naciones en vías de desarrollo salgan de la pobreza y el atraso. Hace funcionar las economías nacionales y la civilización global. Muchas naciones lo entienden. Esa es la razón por la que tantos licenciados en ciencia e ingeniería de las universidades norteamericanas -todavía las mejores del mundo- son de otros países. El corolario, que a veces no se llega a captar en Estados Unidos, es que abandonar la ciencia es el camino de regreso a la pobreza y el atraso. (p. 56)

Ciencia y democracia

La manera de pensar científicamente es imaginativa y disciplinada al mismo tiempo. Esta es la base de su éxito. Esta es la base de su éxito, aceptar los hechos, aunque no se adapten a nuestras ideas preconcebidas. Nos aconseja tener hipótesis preconcebidas en la cabeza y ver cuál se adapta mejor a los hechos. Nos insta a un delicado equilibrio entre una apertura sin barreras a las nuevas ideas, por muy heréticas que sean, y el escrutinio escéptico más riguroso: nuevas ideas y sabiduría tradicional. Esta manera de pensar también es una herramienta esencial para una democracia en una era de cambio. (p. 45)

Los valores de la ciencia y los valores de la democracia son concordantes, en muchos casos, indistinguibles. La ciencia y la democracia empezaron -en sus encarnaciones civilizadas- en el mismo tiempo y lugar, en el s. VII y VI a.J.C. en Grecia. La ciencia confiere poder a todo aquel que se tome la molestia de estudiarla (aunque sistemáticamente se ha impedido a demasiados). La ciencia prospera con el libre intercambio de ideas, y ciertamente lo requiere; sus valores son antitéticos al secreto. La ciencia no posee posiciones ventajosas o privilegios especiales. Tanto la ciencia como la democracia alientan opiniones poco convencionales y un vivo debate. Ambas exigen raciocinio suficiente, argumentos coherentes, niveles rigurosos de prueba y honestidad. La ciencia es una manera de ponerla las cartas boca arriba a los que se las dan de conocedores. Es un bastión contra el misticismo, contra la superstición, contra la religión aplicada erróneamente. Si somos fieles a sus valores, nos puede decir cuándo nos están engañando. Nos proporciona medios para la corrección de nuestros errores. Cuanto más extendido esté su lenguaje normas y métodos más posibilidades tendremos de conservar lo que Thomas Jefferson y sus colegas tenían en mente. Pero los productos de la ciencia también pueden subvertir la democracia más de lo que pueda haber soñado jamás cualquier demagogo preindustrial. (p. 57)

Referencia
Sagan, Carl (2005). El mundo y sus demonios. La ciencia como una luz en la oscuridad. Planeta. 5ª edición. 2005

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Esteban Romero Frías

Catedrático de la Universidad de Granada. Vicerrector de Innovación Social, Empleabilidad y Emprendimiento. Innovando desde MediaLab UGR. Transformando desde ReDigital.